Hace algunos días regresé -muy feliz- de una travesía de montaña que se armó a partir de la motivación de una amiga: recorrer la cara oeste del Cordón de Ansilta. La expedición implicaba pasar cuatro días en zonas remotas, muy poco transitadas por montañistas, pero usadas históricamente por arrieros y culturas ancestrales. El entusiasmo por adentrarnos en rincones de la cordillera tan prístinos y agrestes era enorme, como lo eran las ganas de emprender ese recorrido entre amigos.
Entrando al valle que lleva al Paso Ansilta
En lo personal, veo las montañas de Ansilta cada día al levantarme, con el sol rosado iluminando su cara este. Esos siete picos de más de cinco mil metros son el paisaje dominante en el pueblo donde vivo, y pensar en conocer su reverso me llenaba de curiosidad. A quienes nos gusta explorar, sentimos un deseo primal de querer saber qué hay del otro lado, ir un poco más allá.
Una expedición como esta implica preparaciones previas: revisar cartografía de la zona (desde las imágenes satelitales y mapas en nuevas apps, hasta las viejas cartas topográficas del IGM), buscar información en guías y libros, consultar a montañistas y arrieros amigos, conseguir permisos de acceso y -finalmente- trazar un recorrido. Planteamos posibles tramos y campamentos día a día, sabiendo que en el andar eso se iría modificando: salir a lo desconocido implica siempre un margen de improvisación.
Cara oeste de los Picos Nº 2 y Nº 3 / Vadeando uno de los ríos en la travesía / Atardecer andando, en búsqueda de un lugar para poder acampar.
Decidimos entrar por la quebrada del Río Ansilta (que marca el extremo norte del cordón) y recorrerla casi hasta el fondo, para derivar hacia un pequeño valle y remontar una cuesta que lleva al Paso Ansilta, un portezuelo situado a 4.400 metros muy usado para mover animales. Desde ese punto, rodeados de montañas hermosas e inexploradas, pudimos descolgarnos a las nacientes del Arroyo Fortuna y empezar a recorrer el “lado B” del Cordón de Ansilta. Anduvimos siguiendo ese cauce, por momentos cerca del agua, y por otros en faldeos altos, buscando pasada entre grandes bloques de roca o acarreos interminables. En el trayecto tuvimos que hacer varios cruces de río, además. Acampamos la segunda y tercera noche en esa quebrada, hasta lograr salir -el cuarto día- a la desembocadura del Fortuna en el hermoso Río Blanco, que también vadeamos, dando fin a nuestra expedición.
Fueron unos 55 km de travesía, recorrida con cuatro amigos montañistas, en tres días y medio. Compartimos horas y horas de “pateada”, buscando las mejores pasadas para avanzar. Descubrimos puntos bellísimos en el camino: cascadas, paredes de roca y bloques de formas increíbles, pozones de agua azul, pircados antiquísimos, petroglifos… Por las noches, durante la ronda de la cena, nos maravillábamos repasando las piedritas, pájaros, bichos y plantas que habíamos visto durante la jornada. Nos íbamos a dormir con las piernas cansadas, extasiados por lo vivido en el día.
Las formas y colores extraordinarios en la Quebrada del Fortuna.
En el camino de regreso a casa pensaba en lo afortunados de poder explorar y conocer nuevas montañas, ríos, valles; adentrarnos en un terreno desconocido y recorrerlo con el propósito de descubrir; enfrentarnos a las dificultades e imprevistos que se van dando a nuestro paso. Asumir nuevos retos, lejos del confort y cerca de la Tierra, tan maravillosa… Hay algo paradójico ahí -pensaba-: salir a lo desconocido para encontrarnos.
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Texto y Fotos: Nuria Añó Gargiulo